lunes, 4 de enero de 2010

mi abuela

Todos contenemos la respiración y la lágrima. Nos sabemos inmersos en instantes llenos de emoción que ninguno de nosotros reconoce. Todos vemos la muerte de los vivos. Todos sabemos que ese lugar no es donde nos gustaría terminar. Sentimos la infinita ternura por alguien que no es seguro que la merezca, aunque llegados a una edad merecer es un verbo confuso. Todos tratamos de gestionar el torbellino a nuestra manera.
Mi abuela tiene 87 años, hace tiempo que dejó de vivir, porque vivir debe ser tener conciencia de hacerlo, por mínima que ésta sea. Inventa historias en su cabeza. Lo malo es que ninguna habla de mundos mágicos o cosas graciosas. Todas son perturbadoras, oscuras. El otro día fuímos todos, mis padres, mi hermano y yo a estar con ella. Durante la tarde presencié escenas a las que catalogaría como espejos. Mi padre, su infinita humanidad, su necesidad de creer que allá está bien. Mi madre, su dolor de hija, sus ojos tristes porque ve cotidianamente caer la que fue torre inquebrantable. Mi hermano, el hombre más tierno del mundo, besando y acariciándola como quien tocara torpemente un violín. De mí, mejor que hablen otros.

Escena

Abuela - Y Juan Antonio ¿dónde está, cuándo viene?
[Juan Antonio era mi abuelo. Murió hace diez años]
Todos nos miramos, una sonrisa nerviosa se nos escapa, contrasta con nuestros ojos tristes, tratamos de encontrar una respuesta.
Mi hermano - Yaya, está en el cielo.
Mi abuela nos mira incrédula, asustada, como si tratara de entender y no lo lograra. La veo al borde del abismo. Necesito salvarla.
Yo - Pero Yaya, tú no te preocupes, porque él allí está muy bien. Se ha juntado con gente del pueblo, y con su hermano y sus padres y está de lo más bien.
Abuela - ¿Sí?
Mi hermano - Sí Yaya, tú no te preocupes.
Abuela - Claro, en el cielo. Es así la vida. Pero está bien.

Mi madre, de nuevo a punto de caer agotada, de impotencia, de tristeza, de desazón. Mi padre ayudando a que todo se sostenga. Mi hermano y yo queriendo dar un soplo de vida entre tanta muerte, sin creer en cielos pero llamándolos por una buena causa.

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