en agosto, contra todos mis pronósticos y mi experiencia empírica, en Montevideo hace frío. Aunque a veces, como todos, el clima se equivoca y se le escapan los días que contienen primavera. Casi sin querer el sol sale arrogante y nos muestra a todos que la ciudad cambia a su antojo. Pero luego llega septiembre. Ese mes que en cualquier hemisferio todo cambia. Pero antes de la primavera doblada, viene la lluvia que habrá de anunciar el verde.
Y cuando para la lluvia, los últimos días fríos. Y yo sé que son los últimos y por eso los miro con ternura. Llega la feria del libro. Que no se parece en nada a la del Retiro, pero tiene su no sé qué. Y la recorro. Visito a mi librero que me regala un libro. Le compro otro. Miro las novedades. Me asombro de lo que amortizan las muertes las editoriales. Me espanto de que las leyes del mercado no respeten ni las letras. Veo un programa de radio en directo, con niños contando cómo ven el mundo. Los auriculares les quedan enormes y se les caen sobre la frente. Y a ellos eso les da igual. Descubro viejas ediciones de poesía. Mafalda, acá y allá. Don Mario, presente, pero no en los carteles que empapelan el stand de la editorial de turno, sino presente por su ausencia. Idea.
Y entonces salgo de las carpas. Pleno 18 de julio. Las nueve y media de la noche. Un frío que hiela. Uruguay gana tres a uno a Colombia. La gente come panchos y toma cerveza en La Pasiva. Un muchacho, joven, despeinado, con sólo un jersey y su convicción, toca la trompeta. 18 de julio, la avenida de los chillidos de auto, la única de Montevideo con ruido ensordecedor, es callada por una trompeta y el joven que la hace gritar. A pesar del frío, y del fútbol y de la feria del libro y de que nadie se para porque nadie hay, él, en lo que me parece su guerra ganada, la hace sonar.
Y segura estoy de que le importan un carajo las monedas que hoy no va a ganar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario