Le conocí hace tiempo. Era pequeño y regordete. Pero los años no pasan en valde. Y a él le sucedió esa cosa que se llama adolescencia. Se estilizó, se le puso cara de hombre, se ahondó su hoyuelo, le salió bigote, de ese que es un primer esbozo. Él no quiere ir a la escuela. Hace rato que debería haberla terminado, pero él no quiere. Me doy cuenta de que ahora el camino es otro. Aún así trato de convencerle para que vaya, pero sé que es inútil. Ya demasiado grande, demasiada vergüenza en el desfase. Ahora el empeño ha de ser otro. Convencerle para que se conserve limpio como es. Para que huya de los líos que le acechan. Para que siga diciendo no a la pasta base. Para que encuentre algo que hacer y que le guste. Yo sé que él podrá porque es especial. Y si no, miren esto.
Lo encuentro en la noche montevideana. Yo sentada en un banco, en la Plaza del Entrevero, conversando con otro ser hermoso. De repente pasa él, me reconoce y se para. Nosotras le invitamos a sentarse. Lo hace y empezamos a conversar. Ella comenta - detrás de aquellos edificios está la luna escondida. Dentro de un rato se verá - Joaquín se queja porque aún no la puede ver. Le digo, - cuando te vayas, si vas hacia aquel lado y te das la vuelta, la verás -. Me mira y no dice nada más. Seguimos conversando de otras cosas largo rato, hasta que decide irse. Nos despedimos con un beso y un abrazo. Él comienza a caminar. Le miro alejarse. De repente, se da la vuelta y busca la luna. La mira, se sorprende y en la lejanía, nos busca a nosotras, para sonreírnos y señalarnos ese redondel blanco, como diciéndonos - ¡ahí está! -. Nosotras levantamos los brazos, -¡sí, ahí está!- Él queda rato mirándola, sigue caminando, la vuelve a mirar, nos dedica una última mirada y con un adiós y se pierde en la noche.
Montevideo. Joaquín. La luna. El banco. La Plaza. La compañía. Yo. El camino que sigue.
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