no había billeteras, ni dni, ni cédulas de identidad... mucho menos libretas de conducir, carnet de la seguridad social, cédula de cuerpo diplomático (por suerte no se había inventado la dudosa diplomacia). Dicho esto, paso a declararme en el principio de los tiempos.
Sin un montón de pequeños rectangulos, casi bidimensionales, plastificados y llenos de desdatos. He perdido todo eso y aún no me he desintegrado.
En un primer momento me puse muy nerviosa, ¡no encontraba mi identidad!, pero poco a poco fui viendo los minutos pasar sin más, es decir, sin ningún rayo fulminante que me hiciera desaparecer por indocumentada. Claro que si me pillan los de azul me pueden encajar 18 meses en las nada desdeñables cárceles uruguayas. Poco probable, nuestro Mercosur aún no ha aprobado tamaña cosa.
En fin, tras la angustía vino la melancolía. Porque esa billetera era un apéndice más de mi cuerpo. Muchos años juntas. Y algunos de sus contenidos no contenían, y a esos los voy a extrañar. Pero aprendo con estoicidad el principio de desprendimiento máximo. Que las cosas no sean más que cosas.
Y por todo esto, y por consejo de la Luz en catalán, inauguro este nuevo espejo del reflejo inventado... también premeditado y que poco se acercará a la verdad (suponiendo que ésta exista). Al fin y al cabo, ¿quién quiere a esa señora fea y arrugada?. Los que miren bien y tengan los antecedentes adecuados, podrán descubrir(me) en algún reflejo. Los que no, adelante, inventen cuánto quieran...
Un lugar llamado Cristina.
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